La tumba etrusca
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Las chicas no menudean en mi amado cómic belga. De hecho, sólo alcanzo a recordar a la maravillosa Seccotine, de las entrañables aventuras de Spirou y Fantasio dibujadas por Franquin, y a la no menos adorable Cerecita de Gil Pupila, la gran serie de Maurice Tillieux. Seguro que no es gratis que ambas colecciones pertenezcan a la Escuela de Marcinelle, en principio opuesta a la de Bruselas y su Línea Clara. Que esta última sea mi favorita no significa que la lectura de algunas aventuras de Spirou y Fantasio -La mina y el gorila (1956), El viajero del Mesozoico (1957)- no constituyeran una de las más preciadas glorias de mi feliz infancia. Dicha recuperada en parte en uno de estos veranos que tanto placer encuentro leyendo cómics al sol en la terraza. Fue así como di cuenta del resto de las aventuras de Spirou y Fantasio dibujadas por Franquin, en una edición completa de Ediciones Junior con pie de imprenta 1995, y de dos tomos del integral de Gil Pupila publicados por Planeta De Agostini. Ya atesoraba los cuatro primeros álbumes de este simpático detective, en su primera versión española -creo- de Editorial Casals.
Vaya esta digresión para dejar constancia de que, aun admirador de la Escuela de Bruselas desde hace cincuenta y dos años, ello no significa que desprecie la de Marcinelle. Antes al contrario, como el gran Hergé -el primer admirador del gran Franquin- también tengo en la más alta estima las delicias de ese otro gran pilar del cómic belga capaz de alumbrar maravillas como las encantadoras Cerecita y Seccotine.
Lidia, la chica que aparece de la mano de Alix en la portada de La tumba etrusca -y una de las pocas de la Escuela de Bruselas-, es mucho menos coqueta que las de Marcinelle. Aún así, inspirará a Brutus -el nuevo villano- tanta pasión que ese sentimiento será lo que eche a perder los propósitos del desalmado, ávido de convertirse en el nuevo rey de los etruscos. Pero vayamos por partes.
Tras la presencia de Lidia en la portada, lo primero que me ha llamado la atención de La tumba etrusca (1968) ha sido su prólogo. Como ya apunté en el asiento concerniente a La esfinge de oro (1956), dichas introducciones son consecuencia de la concepción por entregas semanales de los álbumes dada su publicación anterior en la revista Tintín. Pero, en esta ocasión, Martin hace virtud de la necesidad y el preámbulo queda como un presagio. En sus viñetas se nos refiere cómo, de vuelta a Roma por la Vía Aurelia, Lucius Valerius Sinner y su séquito se encuentran con Alix, Enak y Octavio. Este último es un sobrino de Julio Cesar que se dirige en compañía de nuestros amigos a Tarquini en busca de Lidia, su hermana. Valerius Sinner obsequia a los jóvenes con unos panecillos y un águila imperial, tras descender del cielo y arrebatarle el suyo a Octavio, vuelve a devolvérselo. Lucius Valerius va a ver en ello un designio de Júpiter. En efecto, nuestro Octavio es el futuro César Augusto, el primer emperador romano. Pero antes de llegar a serlo habrá de vivir esta aventura junto a nuestro Alix Graccus.
Estamos en la Segunda Guerra Civil de la República de Roma. Nuestros amigos, naturalmente, forman entre los partidarios de Julio César. Aunque en esas primeras viñetas que tanto me complacen creen que Valerius Sinner y su séquito son gente de Pompeyo, sus antagonistas en esta entrega serán los moloquistas. Aunque Moloch Baal, la abominable divinidad que adoran los moloquistas es de origen fenicio, en torno a su culto se han juramentado varios etruscos que aún quieren imponerse a Roma. Esa Tarquini a la que se dirigen nuestros amigos en busca de Lidia, fue una de las principales ciudades de Eturia.
Siempre ávidos de sacrificios infantiles para su dios impío, los moloquistas saquean las aldeas y las villas en busca de niños que inmolar. Huelga decir que Alix los salva con las mismas que da de beber a un moloquista cautivo de los romanos.
Ya en la villa de Tullius en las afueras de Tarquini, donde les espera Lidia, resulta que entre los secuestrados para el holocausto se encuentra Claudius, el hijo de la casa. A quien Brutus -un pretendido amigo de Tullius- libera misteriosamente. En realidad Brutus es el gran señor de los moloquistas. Ante la desidia de Vesius Pollion, el prefecto romano, un pusilánime que ha llegado a una inteligencia con los etruscos, intentará que nuestra tropa no regrese a Roma.
Perseguidos pues por los moloquistas apenas emprenden el camino, tras algunas peripecias es Lidia la que acaba cayendo en sus manos. Ni que decir tiene que a Alix le falta tiempo para acudir en su rescate. Sin embargo, será Brutus quien, en un primer momento, salve a la muchacha de ser ofrecida en holocausto a Moloch Baal.
En la búsqueda de Lidia, Alix descubre la tumba aludida en el título, donde se guarda el tesoro de los etruscos -"que los romanos han buscado en vano durante siglos", nos explica nuestro héroe- y donde están acuartelados los moloquistas. Con la ayuda de aquel al que dio de beber, Alix consigue encontrar a Lidia. Pero la coyuntura le obliga a abandonarla de nuevo en la guarida de sus antagonistas para ir en busca de refuerzos a Tarquini. Lejos de conseguirlo, Brutus -que no duda en descubrirse como jefe los conjurados y amenaza con pasar a sangre y fuego la ciudad- le emplaza a una de esas carreras de cuadrigas que tanto gustaban a Jacques Martin.
Entre tanto, en la tumba etrusca, Lidia vuelve a ser descubierta por los moloquistas en tres viñetas de la página 51 que alabo por su prodigiosa expresividad y lo eminentemente cinematográficas que son.
Volviendo a las cuadrigas, tras vencer la carrera y enardecer a la multitud cuando los moloquistas se disponen a atacar Tarquini, Alix parte al frente de las masas a la tumba etrusca. Brutus que ha escapado de la ciudad con su gente y ya ha llegado a su guarida, vuelve a salvar a Lidia del sacrificio. Al hacerlo le abandonen los moloquistas que aún pueden. Cautivo del pueblo romano, el águila del prólogo vuelve a descender de los cielos para acabar con Brutus. Aunque la similitud fonética de su nombre con uno de los asesinos de César induce a dudas, su sentimiento por Lidia es inequívoco.
Publicado el 30 de julio de 2014 a las 23:30.